Vallejo en Uruguay
La frase reproduce la que sirve,
a Andrés Echevarría, uno de los que coordinó el evento, para poner breve marco
al Congreso “Vallejo Siempre” de Montevideo, 2016. Se repasan sumariamente aquí, entre otros, múltiples
vínculos culturales: Juan Parra del Riego y Blanca Brum, Xavier Abril, Pablo
Abril de Vivero, Haya de la Torre, Julio Herrera y Reissig, Ángel Rama; y,
sobre todo, se pone de relieve “la inmensa y unánime admiración” que concita
hoy mismo en el país oriental el poeta de Santiago de Chuco. De este modo, las Actas del Congreso, reflejan esto mismo; es decir, numerosa
presencia de ensayistas uruguayos, y que viven aquí o en la Argentina, entre la
cual --entre sus aportes-- vamos a
intentar hacer un balance o establecer
un tentativo común denominador.
De esta manera, Gerardo Cancio, luego de casi
un cuarto de siglo, puede ver recién publicado su artículo, “La escritura
poética en el espejo: en torno al discurso lírico de Vallejo”. Se insiste aquí en el concepto de la
“verbocreación”, lo cual no es otra cosa que puntualizar que la escritura
poética vallejiana: “se refleja en una suerte de espejo textual que ella misma
genera” (145). Y, a espacio seguido,
rescata una fuente casi insólita como respaldo de su propuesta teórica:
“Nuestra deuda es con el crítico Juan Espejo Asturizaga quien, hace unas
décadas, destacó la clave tópica, que hoy nos ocupa… la habilidad del poeta
para 'meterse dentro del poema y jugar en su interior'”. Decimos deuda casi insólita en la medida en
que César Vallejo: Itinerario del hombre,
1892-1923, de Espejo, ha trascendido básicamente como un intento de
biografía, más bien testimonio, que insiste en el dato exacto --positivista,
policial y no menos arbitrario-- a la hora de leer los poemas de su amigo
César.
Un tanto en esta misma
línea de la “verbocreación”, aunque de un modo algo más actualizado y elaborado
--aunque no menos insistente-- transcurre el ensayo de Luis Bravo, “Trilce,
criatura de lenguaje”. Aquí se nos habla
de Trilce como “natura naturans” o
“poiesis autogenésica”; esto último, llevando Bravo a su propio molino una
interesante idea de Keith McDuffie: “el valor de este nuevo lenguaje, su
energía fundamental reside no en la cadencia de las ideas, sino en el mismo
proceso de las palabras a realizarse, es decir, en las palabras en el proceso
de ser” (42). Molino del crítico (y
excelente performer uruguayo) que
sintetiza aquello, por ejemplo, de esta manera: “Trilce no es poética de
intertextualidad sino de texturación” (44).
Entonces, junto al texto de McDuffie (1988) también hallamos uno de
Larrea, de 1974, junto a un Coyné de 1957; autores, particularmente estos dos
últimos, que continúan omnipresentes e incuestionados en la crítica uruguaya
actual sobre la obra de César Vallejo.
Centrada en los textos, valiéndose incluso de la biografía, la crítica
uruguaya (¿a pesar de Ángel Rama?) pareciera no incluir --o hacerlo muy
tímidamente-- el perfil cultural del asunto.
Por otro lado, sobre
“César Vallejo y Walter Benjamin” (1993) gira el famoso ensayo de Rafael
Gutiérrez Girardot, y también el del uruguayo Martín Palacio Gamboa. Asimismo, sobre
el rol e importancia del humor en la poesía de César Vallejo, del que se ocupó magistralmente
ya Saúl Yurkievich: “Obliteran al humorista, olvidan que el humor es el modo
elocutivo inherente tanto a Trilce como a Poemas humanos […]. Y son estos, en
su mayoría, poemas que abordan las cuestiones más cruciales —la condición del
hombre y su situación en y ante el mundo, la asunción de lo real exaltante y
aplastante, el dolor de existir para la muerte—; el tratamiento humorístico no
las escamotea pero, a la par que las toma en sentida consideración, las hace
cohabitar como en la vida, con lo nimio, con lo trivial, con lo intrascendente
[…]. Vallejo se libera por el humor de la inmovilidad psicológica, de las
hegemonías imponentes, del totalitarismo sentimental, de cualquier dogmatismo»
(Saúl Yurkievich, “Aptitud humorística en Poemas humanos”. Hispamérica, 1990, vol. 19, nn.º 56-57, 3-4); figura también, en
estas Actas, Rafael Courtoisie con “El humor como recurso
literario en Vallejo”. Aunque sin tomar
en consideración el texto del recordado crítico argentino.
Finalmente, Gustavo
Lespada (“Matar a la muerte”), nos recuerda que en el famoso verso de Vallejo:
“Matad a la muerte, matad a los malos”: “Matar a la muerte es un oxímoron, una
figura poética que, en este caso, se enfrenta a la consigna fascista de 'Viva
la muerte' […] Los fascistas exaltaban la muerte como 'la gran depuradora'; la
muerte de los otros, por supuesto, la muerte de los diferentes, de los que
pensaban distinto” (158). Y, por último,
Virginia Lucas (“Paco Yunque: la infancia por la alteridad en César Vallejo”),
echando mano de Giorgio Agambem para reflexionar sobre la dedicatoria: “por el
analfabeto a quien escribo”: “El verdadero destinatario de la poesía es aquel
que no está habilitado para leerla. Pero
esto también significa que el libro, que es destinado a quien nunca lo leerá
--el iletrado-- ha sido escrito por una mano que, en cierto sentido, no sabe
leer y que es, por lo tanto, una mano iletrada.
La poesía es aquello que regresa la escritura hacia el lugar de la
ilegibilidad de donde proviene, a donde ella sigue dirigiéndose” (Agambem, “¿A
quién se dirige la poesía?”). Con esto, aunque
de modo un tanto tangencial, Lucas pone sobre el tapete una problemática muy actual
--un reto o exigencia de creatividad y lucidez para los poetas o la clase
letrada regional, diríamos nosotros-- sobre todo en vistas a las posibles y productivas
relaciones entre nuestras “modernidades periféricas” (Beatriz Sarlo) que por lo
general, según Jorge Schwartz: “sempre preferiram olhar para Paris --capital de
cultura na primera metade do século XX-- a olhar umas para as outras” (Fervor das vanguardas). Intercambio oficial, el mencionado, con opacidades
y muchas dificultades para desenvolverse; pero que espontánea y masivamente desarrolla la gente misma: del
“criollismo” de Xul Solar al “portunhol selvagem” de Wilson Bueno o Douglas
Diegues, en la triple frontera brasileña-paraguaya-argentina; o de los
fragmentos de Trilce que no son sólo los
cubistas o los dadaístas, sino el mismo cuerpo desmembrado de Inkarrí
restituyéndose --a ritmo de “chicha” o kumbia andina-- en un boliche de Lima o
del centro de Buenos Aires. Y, para
concluir, el mismo Andrés Echevarría, “César Vallejo: una indirecta influencia
laforguiana en la alquimia de las palabras”, sostiene que a Julio Herera y
Reissig y a Leopoldo Lugones --comprobadas presencias, junto con Rubén Darío,
sobre todo en Los heraldos negros-- debemos agregar el nombre de Jules Laforgue,
matriz o fuente común de Simbolismo para ambos modernistas: uruguayo y
argentino. Coordenada, esta última, que
elabora Echevarría autorizado, a su vez, por los trabajos previos tanto de Xavier Abril como de Guillermo de
Torre.