Reseña III
La sensibilidad vallejiana
Tema que, si acertamos a
resolverlo, podemos cerrar el kiosko vallejiano. Y tanto Bernat Padró Nieto, “Los salones
parisinos de César Vallejo (1924-1926)”, como también Joseph Mulligan, “El arte
de ir en contra: la vanguardia histórica y el programa emulador de César
Vallejo”, echan luces sobre esto.
Padró empieza planteando muy
bien el asunto: “A ojos de Vallejo, tanto los falsos vanguardistas como los
neoclasicistas padecían un grave error: reducían el arte y la poesía a una mera
cuestión de formatos, que es el aspecto del arte más fácil de imitar y el que
antes se banaliza” (278); y enseguida agrega: “Con el desplazamiento del
espíritu nuevo de la forma hacia la sensibilidad que la orienta, Vallejo
sintetizaba la cuestión de la poesía nueva sin necesidad de asumir como propia
la dicotomía vanguardismo-clasicismo […] Lamentablemente, no encontraba modelos
literarios. Aparte de Picasso [o, el
Cubismo, en el que Vallejo reconoce alienta una vitalidad universal que recorre
todas las manifestaciones de la vida moderna, desde el arte a la industria],
dos son los nombres que al parecer de Vallejo apuntan el camino: Juan Gris [por
el rigor y la conciencia de su arte] y Tristan Tzara [no en tanto escritor,
sino en cuanto haber sido quien mejor captó el sentido de los tiempos modernos…
ahora todos estamos locos y atacados de epilepsia… y contra la “lentitud” de
Jean Cocteau]” (279).
Y luego, Padró, se lanza
con esta conclusión: “La cuestión clave del arte y de la poesía nueva, dice
Vallejo, es fisiológica. Por ello
discute la dimensión elitista que pretendían darle [y en la que andaban
errados, recuérdese el éxito del Cubismo] Ortega y Gasset o Guillermo de Torre,
que consideraban el arte nuevo impopular porque la masa no lo entiende”
(286). Prejuicio que amerita el
siguiente corolario de Padró: “La apuesta por la sensibilidad por encima de la
forma y la convicción de la dimensión humana de un arte producido desde la
sensibilidad, constituían una posición estética extraordinariamente
moderna. Justamente esa dimensión humana
podía hacer del arte y la literatura una actividad política [Bourdieu,
Rancière, Latour, etc.]” (287).
Por su parte, Joseph
Mulligan, empieza lo suyo con un argumento muy discutible: “Mientras el peruano
César Vallejo radicaba en París refutó el sectarismo estético que percibió en
Europa y el plagio que, en su opinión, realizaban de él los artistas de Latinoamérica”
(303). En realidad, el peruano ya refutó
aquello, si no antes, por lo menos con Trilce
(1922); aunque nos falte --a los críticos-- hacer hablar y procesar
mejor esta coyuntura
geográfica-teórica-política-cultural. Pero,
en tanto Mulligan es vocero de un prejuicio o división del trabajo bastante
extendida (Vallejo empezaría a pensar sólo desde su llegada a Europa y no
antes), se acepta. Pero vayamos
directamente a su punto: “En Contra el
secreto profesional, Vallejo absorbe y refunde una multiplicidad de
estéticas --incluso la de Dadá--, y en un acto emulador, cuya forma se
materializa en un montaje poético que pone en conversación las técnicas de
varias escuelas competidoras y el objetivo subyacente de tal concurrencia,
busca el vehículo que le llevará más allá de cualquier planteamiento sectario
[…] En este sentido, Vallejo parece refundir la idea revolucionaria de Marx
--'no podéis suprimir la filosofía sin realizarla'-- para plantear la
canibalización del arte como programa emulador” (308-309). Y, asimismo, también a otro de los puntos
complementarios de su artículo: “Convencido de que la decadencia individualista
había conducido al desastre de la guerra, Vallejo mantiene que, a pesar de su
apariencia novísima e innovadora, el arte de vanguardia conservó esa calidad de
decadente” (311). Para finalmente, Mulligan,
pasar a concluir: “En Contra el secreto profesional y en algunos artículos
periodísticos de 1927 y 1928, Vallejo entra y sale de modalidades
románticas ('Lánguidamente su licor'),
realistas ('Individuo y sociedad', 'Teoría de la reputación') y vanguardistas ('Negaciones
de negaciones', 'Ruido de pasos de un gran criminal', 'Conflicto entre los ojos
y la mirada') en la elaboración de un montaje poemático que deja al descubierto
una miríada de tendencias estéticas y sus ideologías subyacentes […] Este
programa, cuyo objetivo es teatralizar el combate del arte contra el arte y
renovar las herencias de tres tradiciones literarias en un producto de arte
íntegro a favor de la sociedad, propone una poética colectivista que trascienda
la decadencia literaria y el individualismo oportunista fomentado por una
economía capitalista” (312).
Por nuestra parte,
pensamos que Mulligan carga demasiado las tintas en aquello
que ya desestimaba Padró: reducir la cuestión del
arte o la poesía a sus formatos. En lo
demás, en general, creemos que ambos coinciden en su hurgar en el tema álgido
de la sensibilidad vallejiana. Sin
embargo, también creemos que al respecto ambos se quedan cortos al no ventilar
a Vallejo dentro de su cultura. Groso
modo, y tal como nos lo ilustra Guido Podestá: ““El objetivo de Vallejo [en
Europa] es, más bien [de modo semejante a Brassaï (Gyula Halasz) y André
Kertész], hacer folklore de lo moderno […] En los tres prima la concepción de
que el arte tiene --como lo pensaba Baudelaire-- dos mitades. La modernidad era tan sólo una de esas
mitades. La otra mitad era aquello que
era 'eterno e inmutable'” (Desde
Lutecia. Anacronismo y modernidad en los
escritos teatrales de César Vallejo).
Por lo tanto, el de Santiago de
Chuco percibe e incluye aquello, lo
“eterno e inmutable”, en términos míticos o culturales; pero ya desde antes de
salir del Perú y acaso mapeado: “pela
tendência dos povos ameríndios à incorporação barroquizante do exógeno
assimétrico” (Amálio Pinheiro, “Prólogo” a Trilce:
húmeros para bailar). La “sensibilidad” vallejiana --su eterno presente-- no
se puede explicar sin tomar en cuenta este fundamental componente cultural.