Se sube para abajo o se baja para arriba, constantemente, sobre las calles de Santiago de Chuco. Trazado de casas a desnivel que ya de por sí explica la factura alegórica de algunos versos del autor de Trilce; mas no así, por cierto, el resto de sus posibilidades metafóricas. Amontonamiento ordenado en cúspide de más de 3,000 metros de altura, el pueblo de Santiago de Chuco, y tranquilo que pareciera maqueta de su propio cementerio puesto a orearse entre andrajosos apus y humildes iglesias. Trompo puesto a rotar en la ingravidez –incluidas sus desamparadas gentes– apoyado tan sólo en el monolito de su pequeña plaza de armas. Gordos brochazos de sol sobre tejas, burros y oferta de afamadas papas negras complementan la escenografía humana del paisaje -únicamente nuestra- porque aquel pueblo probablemente no sabe que es el mítico Santiago de Chuco. Tampoco, pareciera, que allí nació César Vallejo Mendoza -aunque ahora el blanco de su casa natal destaque entre el blanco de todas las otras- y que hoy por hoy lo habitan en su mayoría personas venidas de caseríos vecinos. Oleadas migratorias que llevaron también a uno de sus hijos a escaparse un buen día a París; a decir adiós para siempre al burro sensible y a la mujer estoica que mora entre aquellas escarpadas pendientes: la andina y dulce Rita de ahora que chatea encandilada con un ubicuo amor de neón.
Acabamos de visitar Santiago de Chuco, entonces, y nos cuesta creer que allí haya nacido César Vallejo -un ser tan heterodoxo en medio de cualquier grey- mucho más incluso que imaginarnos a García Lorca emergiendo del desierto de Fuente Vaqueros; pero no se nos ha mezquinado, al visitar su casa, la intimidad del poeta ni la de su familia. Ellos siguen allí, alrededor del pozo de agua, al interior del sencillo oratorio y entre el capulí del patio central y el cuarto de amasar el pan; hecho todo aquello de adobe, eso sí, como la pasta del corazón mismo del autor de Los heraldos negros. Lo más destacable en el contexto, además, es el eco de los juegos que aún impregna todo lo que soportan aquellas columnas de esmaltado palo de eucalipto. Puertas adentro sin duda allí se sabía reír, pero puertas afuera -por el puro pudor de la felicidad- quizá la imagen que transmitía más inmediatamente aquella unida familia era la de rezar. Y así lo ha entendido, de este modo unilateral, mucha de la crítica sobre la vida y obra de nuestro poeta; sobre todo aquélla surgida desde el mundo culturalmente anglo que tiende a dividir -de modo puritano y tajante- lo malo de lo bueno, lo correcto de su inalienable opuesto. No de otra manera es como quizá hemos de entender, por ejemplo, un significativo artículo académico reciente; se trata de “César Vallejo y sus espejismos”, firmado por Stephen Hart y publicado en Romance Quarterly (49, 2:111-118, 2002).
En este artículo el conocido estudioso inglés se propone desentrañar algunos supuestos de la vida y obra del autor de “España, aparta de mí este cáliz”; de algún modo desmitificar las imágenes que nos hemos hecho del poeta, y a éstas Hart las denomina “espejismos”. Uno de los que ventila en su artículo, si no el más importante, al menos el más pertinente a nuestros fines, es el conectado al rol de Vallejo en la revuelta callejera que aconteció en Santiago de Chuco el 1 de agosto de 1920 y que costó la vida a dos policías y a Antonio Ciudad, amigo de la familia Vallejo; aparte del incendio de la casa de la familia Santa María (donde hoy día funciona un hotelito del mismo nombre) y el confinamiento de nuestro poeta por ciento doce días en una cárcel de Trujillo. Ante el peso de lo escrito, el estudioso inglés -desenmascarando la ideología de El proceso Vallejo con que su autor, Germán Patrón Candela, supuestamente pretende demostrar la innegable inocencia del poeta, y ateniéndose a los partes legales- se anima finalmente por su fragrante culpabilidad: “es legítimo plantear que la supuesta inocencia de Vallejo es otro espejismo inventado por críticos que han yuxtapuesto el hombre y el poeta” (112). Hasta aquí -datos manejados y lógica expositiva parecen sólidos por parte de Hart- el discurso legal ensombreciendo implacable al del mito.
Pero lo más interesante a puntualizar es el paso siguiente en el razonamiento de este reputado vallejista respecto a lo que denomina “espejismo de la personalidad de Vallejo tal como se proyecta en su poesía” (116). En este sentido, basándose en algunos versos de Trilce y Poemas humanos donde se alude reiteradamente, según este mismo estudioso, al “caso de su autoproyección despersonalizada [ejemplo: “César Vallejo ha muerto”]” (116); técnica del doblaje que anima a Hart a concluir que “Vallejo, con gran lucidez, se veía a sí mismo como un ser misterioso, un fantasma, en fin, un espejismo” (117). Es decir, el profesor inglés discrimina tajantemente este hombre (taimado, culpable y prófugo) del poeta Vallejo. Suponemos que este tipo de zanjas ayuda, sobre todo a algunos críticos más que a otros, a orientarse con más comodidad entre anecdotario tan heterodoxo (nieto de curas o, según Hart, impune incendiario y asesino) y una poesía de por sí tan compleja como es la del autor de Trilce. Mas no todo lo informan los legajos o partes legales, sobre todo en el Perú, y es preciso tener idea más aproximada de la secular injusticia y arbitrariedad aquí reinante. No es este el contexto para entrar en detalles sobre el Caso Vallejo; sin embargo, queremos rescatar una vez más, aunque sea muy de pasada, el sentido de la complejidad y entramado de su vida y su obra. Por ejemplo, en el capítulo “La cárcel” del libro de Ernesto More, Vallejo, en la encrucijada del drama peruano (Lima: Bendezú, 1968), no percibimos para nada, a través de las cartas que el poeta dirige desde París al que fuera su abogado, Dr. Carlos Godoy, que Vallejo se halla desentendido o se oculte de su situación legal en el Perú. Más bien pareciera ser todo lo contrario y, para tranquilidad del poeta y la de su familia, haber desembocado aquello en un positivo colofón: “¨[París, 15 de agosto 1926] Mi querido doctor: Agradezco a usted mucho su cablegrama y su atentísima carta en que me dice que no tenga cuidado sobre el juicio de Santiago de Chuco. Sus noticias han venido a calmar mi inquietud, pues estaba yo muy atormentado” (83). Entonces, informados por esta misiva, si Vallejo no regresó al Perú no fue en primer lugar por temor a su situación legal -a pesar de los ires y venires de la justicia en el Perú-, sino por otros factores, adicionales incluso a la desagradable memoria del calabozo trujillano. Estos quizá se puedan sintetizar en uno fundamental, y aquí retomamos de algún modo la crónica de nuestra visita a Santiago de Chuco, en palabras de Jorge Aguilera Mora: “Vallejo exploró incansablemente todas las posibilidades trascendentales del estar aquí, en este mundo, de las ilusiones del sujeto, de los espejismos de la moral cristiana, de la negación de la esperanza y de la alegría fundamental de estar vivo” (“Buscar a H: poesía y posmodernidad”, Hispamérica 1999, 84, 13-22). Es decir, el poeta se apropió -no sin las tan conocidas carencias- de otros contextos y entornos; no era un peruano “profesional”, no creí en la vuelta o el retorno; no era oficiante de esta clase de melancolías. Culpable o no -u oximorónico en su vida también, mejor- no existían ya Ithacas que lo reclamaran de modo exclusivo. ¿Cómo iba de volver a Santiago de Chuco? Metonimia del Perú, aquel pueblo, es desde antes -y como sin duda hasta ahora mismo- un lugar del que se debe partir.
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